Lee y elabora un resumen de el Vía Crucis y realiza una presentación con diapositivas en PowerPoint.
JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
Había un gran barullo en las calles. Unos y otros no dejaban de hablar de Jesús de Nazaret. Los sacerdotes lo habían hecho prisionero por envidia y miedo. En su presencia Jesús había osado declararse nada menos que el Hijo de Dios. Querían matarlo. Por eso estaba ahora en poder de los romanos, aunque antes había estado ante el rey Herodes, que se burló de Él y “le puso un vestido blanco”. Pilato, que era el gobernador, debía tomar una decisión.
Benjamín, curioso como todos los niños, se había acercado hasta el palacio romano. Antes avisó a su amigo Cayo, que era hijo de un centurión. Entraron sin ser vistos y escondidos tras unas cajas, con el corazón en un puño, escucharon a Pilato preguntar:
- “¿Eres tú el Rey de los judíos?”.
- “Tú lo dices”, respondió Jesús.
Los dos niños se miraron sorprendidos. El gobernador no lo estaba menos. No sabía qué hacer. Se levantó y fue a un lugar elevado desde donde se dirigió a la multitud. Durante la fiesta era costumbre soltar a un preso. Les propuso soltar a Jesús. Pero los sacerdotes habían propagado otra consigna entre el pueblo.
- “¡No, a Barrabás!”, gritaron todos.
Barrabas era un asesino. Benjamín y Cayo miraban mientras tanto a Jesús. No se cansaban de mirarle. Era alto, fuerte y parecía estar rezando, lejos de todo aquello. De pronto un rugido de mil voces les sobrecogió:
- “¡¡Crucifícalo!!
Pilato cedió, como cedemos muchas veces cada uno de nosotros a lo más fácil. Tuvo miedo de la verdad. Allí mismo se lavó las manos y les entregó a Jesús.
Los soldados le ataron a una columna y le azotaron sin piedad. La sangre salpicaba el suelo. Benjamín lloraba y Cayo sintió vergüenza de ser romano. Su mismo padre estaba allí. Vieron como, un poco más tarde, le pusieron una sucia capa color púrpura y una corona de espinas, mientras le escupían y le insultaban. Jesús no decía nada, no se quejaba.
Cayo había arrastrado a Benjamín hasta una posición más favorable, desde donde no se perderían detalle. Nadie reparaba en ellos. Y fue entonces cuando Jesús les vio. Los dos niños sintieron en el alma aquella mirada. Nada podía ser ya como antes. Nada.
JESÚS CARGA CON LA CRUZ
Tan pronto vieron Benjamín y Cayo que ponían sobre los hombros en carne viva de Jesús semejante peso, entendieron que lo llevarían al Gólgota, un pequeño monte a las puertas de Jerusalén. Corrieron hasta la entrada del patio. Querían verle salir, defenderle si podían del odio de tanta gente que le esperaba.
Así fue. Lo recibió una lluvia de escupitajos, piedras e insultos. Los soldados gritaban y empujaban con sus lanzas y escudos, intentando mantener un poco de orden. Cayo recibió un puñetazo en la espalda que lo tumbó al suelo. Benjamín le dio la mano y los dos intentaron ir al paso de Jesús, seguirle mientras pudieran. No dejaban de mirarle. Mirándole se veían capaces de cualquier cosa, eran invencibles.
A los niños les admiraba la paz de su rostro, medio oculto por mechones de pelo ensangrentado y las hinchazones de los golpes. Cayo recordó que en una ocasión había dicho que si alguien quería seguirle debía coger su cruz cada día. Se lo había oído a su padre, el centurión, y no había logrado entender. Ahora comprendía.
Jesús iba descalzo. Iba dejando las huellas de sus pies en un rastro de sangre. Se hacía duro seguirle. Los dos niños luchaban a brazo partido con las dificultades. Algún soldado les reconoció, pero ellos lograban siempre escabullirse. Debían llegar como fuera al Gólgota, con Él.
Jesús llevaba la Cruz como un trofeo. Al menos eso le parecía a Benjamín que, lleno de polvo, casi no veía. En el tumulto había perdido una sandalia. Mientras tanto, a su amigo Cayo ya no le daba ninguna vergüenza que le vieran llorar.
CAE JESÚS POR PRIMERA VEZ
Se veía venir. Tanta pena, tanto agotamiento, tanta sangre derramada pasa al fin factura al destrozado cuerpo de Jesús. El gentío que se agolpa a su paso, y que le insulta sin descanso, calla por un momento. Los legionarios se detienen. Se hace un silencio inesperado. Benjamín y Cayo, valientes, aprovechan la circunstancia y se acercan a Jesús. Antes de que nadie reaccione le acarician las manos y el rostro, y le dicen algo al oído...
Un oficial, de pronto, comienza a chillar y la emprende a patadas con los niños, que corren dando traspiés hasta esconderse entre la multitud. Benjamín y Cayo se miran satisfechos, y observan sus manos y sus pequeñas túnicas llenas de la sangre de Jesús. No les da asco, no ponen mala cara. Se sienten mejor que nunca. Entre tanto dolor van descubriendo una felicidad desconocida. ¡Qué gran milagro es el poder hablar con Él!
Jesús parece que no puede más. Está molido, completamente destrozado. Algunos piensan que puede morir allí mismo. Pero no. Con un esfuerzo enorme de su naturaleza humana tensa cada uno de sus músculos y se levanta. Encorvado bajo el peso de la Cruz da el primer paso, y después otro, y otro más.
Entre los que miran no todos escupen insultos. También hay gente buena, mujeres y hombres, que observan aquella tortura mudos de espanto. Ha tenido que ser el ejemplo de dos niños el que haya despertado en ellos de nuevo la esperanza.
Cayo y Benjamín siguen ahí, quieren recorrer el mismo camino de Jesús. Hasta el final. Están empeñados en ello. Han comenzado a quererle. Es la aventura del Amor.
JESÚS ENCUENTRA A MARÍA, SU SANTÍSIMA MADRE
El camino se va haciendo ligeramente cuesta arriba. De pronto a Cayo hay algo que le llama la atención, le dice a Benjamín que Jesús parece mirar a alguien en concreto. Hasta ese momento sus ojos estaban fijos en el suelo, pero ahora no. Sus pasos se hacen todavía más lentos, como queriendo apurar un momento único. ¿A quién mirará? ¿Tal vez a alguno de sus discípulos? Benjamín se vuelve y tras él descubre a una señora que no aparta los ojos de Jesús. Le pareció la mujer más hermosa que había visto nunca.
- Niño, ¿cómo te llamas? –le pregunta de pronto un joven que está al lado de la señora.
- Benjamín –responde sin temor-; ah, y este que está aquí es mi amigo Cayo.
- Yo me llamo Juan. Y esta mujer es la madre de Jesús, María. Os hemos visto antes, cuando habéis salido a consolar a su Hijo. Creíamos que erais dos ángeles. Él os lo pagará. Siempre lo hace.
Jesús seguía mirando a su Madre. Y nosotros con Él. Los ojos de María están llenos de lágrimas. Su dolor es inmenso, sin medida. Los dos niños no apartan sus ojos de ella, como hipnotizados. Juan la tiene cogida del brazo. Si la dejara se desplomaría bajo el peso de tanta pena, como su Hijo.
Ya está. Jesús ya está un poco más allá. Los ojos de su Madre –de nuestra Madre- se cierran por un momento, recogida en oración. Y cuando los vuelve a abrir mira a Juan, y mira también a Cayo y a Benjamín a quienes acaricia y sonríe. Se fija en que Benjamín tiene un pie descalzo. No le pasa desapercibido este detalle a una madre. Con un trozo de tela, y con gran ternura, le pone provisional remedio. Ya no se apartarán de su lado, irán de su mano hasta la cumbre del Gólgota, acompañando a Jesús.
SIMÓN DE CIRENE AYUDA A JESÚS
Después del encuentro con su Madre –con nuestra Madre- la Cruz a Jesús se le hace más pesada y se siente todavía más solo. No anda, se arrastra. Ya casi no le queda aliento. Benjamín y Cayo no le pierden de vista ni por un momento. A Cayo, que es más impetuoso, se le escapa un grito:
- ¿¡No veis que ya no puede más!? ¡Por Dios, ayudadle!.
El oficial al mando le oyó. Dudó por un momento, pero tuvo compasión. Hizo venir hasta donde se encontraban a un hombre que pasaba por allí, que volvía de trabajar.
- ¿Cómo te llamas?, le preguntó.
- Soy Simón de Cirene oficial.
- Pues bien Simón, ayuda ahora mismo a este hombre a llevar la Cruz. Vamos.
- Con todos los respetos oficial, no puedo. Mi familia me espera para comer, llego tarde. Además no quiero saber nada con esta gentuza.
- Coge la Cruz ahora mismo o acabarás como Él.
- Pero..., pero..., no es justo.
- ¡Vamos!
Mientras se desarrollaba esta conversación, Jesús descansaba un poco de rodillas, con la Cruz aplastándole la espalda. Cayo y Benjamín se dieron cuenta de que el Señor –así le llamaba Juan- había escuchado todo.
En el mismo instante en que Simón tomó en vilo el madero, de mala gana y jurando en arameo, Jesús le miró. Fue cosa de unas décimas de segundo, pero el de Cirene no se volvió a quejar, y aceptó con una sonrisa la humillación. Más tarde contaría a sus hijos que sintió como si el rompecabezas que era su vida hasta entonces tuviera por fin sentido.
Jesús está solo. Pero en tal suplicio, en aquella angustia tan insoportable, unos pocos le ayudan. Benjamín y Cayo también. Con su oración, con su decidido testimonio, con su compañía.
LA VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS
Benjamín y Cayo no podían más. No habían llegado ni a la mitad del recorrido, y sin embargo el cansancio y el desánimo se apoderó de ellos. Tanta crueldad agotaba a cualquiera. Se veían impotentes para hacer nada por Jesús. ¿Qué podían hacer ellos, tan pequeños, niños al fin? Ahora ya no corrían, simplemente le miraban. Contemplaban con pasmo cada detalle, para no olvidar, para aprender.
Jesús, medio asfixiado, seguía adelante. No había dolor que no sintiera. Toda la historia del hombre sobre la tierra le contempla. Pasado, presente y futuro. Todos estamos allí, en su cabeza y en su corazón. Pasa a nuestro lado, cargando con nuestros pecados, y nos espera.
Cayo y Benjamín estaban a punto de volver a salir al encuentro de Jesús cuando una mujer se les adelantó. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. No la conocían. Oyeron:
- ¡¡Verónica, no!!
Pero nadie la pudo frenar. Ni sus parientes, ni los soldados. Nadie. Tu y yo sabemos que para el amor, para lo que uno desea de verdad, no hay dificultades que valgan, no hay nada imposible. La tal Verónica se arrodilló delante de Jesús, y con un paño blanco limpió Su rostro, ese rostro que atrae sin remedio a quien lo mira...
- ¡Fuera de aquí, mujer!, rugió uno de los soldados mientras la apartaba de un golpe.
- ¡Déjala en paz, que no ha hecho nada!, gritó esta vez Benjamín.
Verónica volvió con los demás, mientras apretaba el paño contra su pecho. Benjamín y Cayo estaban a su lado. La mujer desplegó el paño. Ante sus asombrados ojos apareció el mismo rostro Jesús impreso allí, en ese trozo de tela. Y el rostro sonreía. Tenía razón Juan, el Señor siempre agradece lo poco que podamos hacer por Él. Verónica lloraba emocionada, rota de pena y sin embargo feliz.
El Amor tiene estos milagros.
CAE JESÚS POR SEGUNDA VEZ
Jesús había reemprendido el paso. Los soldados empujan, gritan, tienen prisa por terminar. También a ellos les sofoca este ambiente de insufrible dolor, que les parece de locos. Cayo conoce bien a uno de los que acompañan a Jesús. Se llama Mario. Es un gran soldado, muy bueno con la espada y muy respetado por sus compañeros. Desde que han salido del palacio de Pilato, lo ha venido observando. Cumple con su deber, pero calla. Se le ve pensativo. De vez en cuando, con disimulo, mira a Jesús. Intuye que hay algo en ese Hombre que también le afecta.
Ya han salido de la ciudad, de Jerusalén. Jesús carga con el dolor de nuestro olvido, con el sufrimiento ocasionado por las guerras, con los crímenes de toda la historia. Ve las injusticias, las mentiras; ve morir a los niños en el vientre de sus madres, a millones... Todo esto es el verdadero peso de la Cruz, y lo que hace que se desplome de nuevo en el suelo. La ayuda de Simón de Cirene no ha bastado.
Benjamín y Cayo no lo dudan. Salen como unas flechas hacia Jesús. Uno de los soldados, mientras tanto, le dice algo a su oficial. Después se dirige a los niños:
- Sólo tenéis un momento.
Es Mario. Cayo le mira agradecido y orgulloso. No en vano es el legionario favorito de su padre. Los dos niños consuelan a Jesús, le quitan el pelo de la cara, le sonríen, le cogen las manos, y también intentan levantar la Cruz un poco, para que no tenga tanto dolor. Apenas la mueven. Los soldados les miran, la gente les mira. Y María, la Madre de Jesús, que está un poco más atrás, pide a Dios por esos dos niños. Se ha creado un silencio que estremece.
- Dejadme, les dice Mario.
Y Mario, dejando su lanza y escudo a un compañero, toma en vilo la Cruz y la aparta de los hombros de Jesús para que este pueda levantarse. Benjamín y Cayo le ayudan.
- Ya está bien. ¡Adelante!, exclama el oficial al mando.
Todos se apartan. Jesús toma de nuevo la Cruz, y la abraza. Quiere salvarnos, quiere que le conozcamos, quiere sólo nuestra felicidad. Su dolor es nuestro dolor. Y nosotros proseguimos con Él el camino.
JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN
Una de las cosas que más llama la atención de Jesús es su capacidad de estar siempre pendiente de los demás. ¡Con lo que cuesta!. Benjamín y Cayo lo saben muy bien. Aquella primera mirada suya, en el patio de Pilato, supuso para ellos toda una revolución. Jesús les invitó a seguirle. A lo largo del camino, que nos llevará al Calvario, lo habían ido hablando entre sí. Ahora ya no se trataba de un juego. Era una aventura fascinante, en donde se ponía en juego una sola cosa: estar con Él. La presencia de Jesús, acompañarle mientras pudieran, se había convertido en su único afán.
No hay situación que Jesús no aproveche para hacer algo por los demás. Incluso ahora, medio muerto, abrasado por la sed, con los huesos desencajados y todas las heridas abiertas, Cayo y Benjamín ven que no piensa nunca en Sí mismo. Piensa en los que le han condenado, piensa en los soldados que le acompañan, piensa en su Madre –nuestra Madre- y en sus amigos, piensa en Simón de Cirene y su familia, piensa en cada uno de nosotros, piensa en esos dos niños que van de acá para allá sin perderle de vista.
- Cayo, poco más podemos hacer por Él. Ni ese soldado que tu conoces, ese Mario, puede hacer nada. ¿Y tu padre? Quizá él...
En ese momento Jesús se arrastró hacia un grupo de mujeres que lloraban desconsoladas, en un recodo del camino. Benjamín y Cayo las conocían de vista. Seguían a Jesús desde hace tiempo, fieles. Ellas sí creían que era el Hijo de Dios, el Mesías. Los dos niños hicieron lo imposible por acercarse a ellas. Los soldados gritaron que adelante, que venga, que ya está bien.
Jesús las miró y, en un susurro que apenas oyó nadie, les dijo:
- ORAD..., NO... NO OS DEJARÉ.
Enseguida recibió un fuerte empujón que casi da con Él en el suelo. Nerviosos, los soldados querían terminar de una vez. Benjamín escuchó algo más, mientras Jesús avanzaba de nuevo.
- ¿Qué pasa?, le preguntó Cayo.
Benjamín no podía responder. Sólo él había oído esas palabras del Señor, en un hilo de voz:
- OS QUIERO TANTO...
JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
Los pecados de los hombres son tantos, el peso de la Cruz tan descomunal que tenía que ocurrir. Jesús, que es nuestra fortaleza, cae una vez más, aplastado. El golpe es tremendo. La gente grita y le insulta. Los soldados, sin ninguna paciencia, sin piedad, le ayudan a levantarse arrastrándole. Todo su Cuerpo es una herida tan profunda que ya ni sangre le queda. Sólo la Cruz parece darle fuerzas. Se agarra a Ella como un náufrago en medio de las olas. Su soledad ante un dolor tan grande es un martirio insoportable.
Sí, le sostiene la Cruz, pero también el amor de unos pocos. Cayo, de rodillas, no quiere ni mirar. Y Benjamín llora sin consuelo. Ya casi hemos llegado al Calvario. Por eso Jesús, aunque parezca imposible, sufre todavía más.
- Benjamín, no llores.
Es Juan. Benjamín le mira, y mira a María –nuestra Madre- que se agarra con fuerza al brazo del discípulo.
- ¿No hay nada que hacer, verdad Juan?
- Mírale Benjamín, no dejes de mirarle. Es el Hijo de Dios. Su muerte es el comienzo, no el final. Nos lo dijo. Resucitará y se quedará con nosotros para siempre.
- Resu... ¿qué?, preguntó Cayo, que se había puesto de pie.
- Resucitará de entre los muertos Cayo. Como resucitó a su amigo Lázaro. Pero el Señor ya no volverá a morir.
- Pero..., pero ¿por qué ha de sufrir tanto?
- Porque nos quiere, porque es necesario que sea así, aunque no lo entendamos del todo. Ha de sufrir y morir para que nosotros vivamos y podamos ir con Él a su Reino.
- ¿¡Tiene un reino!?, pregunta Cayo abriendo mucho los ojos.
- Lo tiene. Está en el Cielo. Y toda la felicidad será poder estar allí con Él para siempre, para siempre.
Mientras hablaba Juan miraban a Jesús, miraban como al fin había logrado levantarse. Y nosotros aprendemos a levantarnos con Él. Las veces que haga falta.
JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Ya hemos llegado. Este es el Calvario. Benjamín y Cayo habían estado alguna vez aquí, a pesar de que sus padres se lo tenían terminantemente prohibido. No es un lugar agradable. La gente lo evita. Desde hace tiempo se emplea para ejecutar a bandidos y rebeldes.
Enseguida los soldados se han puesto manos a la obra. Están acostumbrados. Pero para los demás es la primera vez. Han tirado a Jesús al suelo, sin miramientos. Unos soldados le dan de beber vino con hiel –para que el dolor no sea tanto y pueda aguantar hasta el final-, pero Él apenas lo prueba. No quiere ahorrarse ningún sufrimiento.
A Jesús nada le queda, absolutamente nada. Ahora comienzan a quitarle la ropa. Cayo y Benjamín se acercan con disimulo, porque les gustaría recogerla para dársela a su Madre. Un soldado les aparta de un manotazo. Quieren la ropa de Jesús para ellos, porque es buena, sobre todo la túnica. Esta la sortean y lo demás se lo dividen.
- Esa túnica se la hizo María, les dice Juan.
Han dejado a Jesús casi desnudo. Miramos su Cuerpo con espanto. No hay nada sano. La gente le mira riéndose, muchos todavía le insultan. Todo lo sufre con paciencia, con obediencia a la voluntad de su Padre, con un amor tan delicado que nos pone la carne de gallina.
El soldado Mario se acerca a nosotros, al pequeño grupo donde estamos con María y Juan, con algunas otras mujeres, y con Benjamín y Cayo. Mario se dirige a María:
- ¿Eres tú la Madre de este Hombre?
Por un momento María no dice nada. El dolor le impide pronunciar palabra. Mira al soldado con ternura. Mario insiste:
- ¿Eres tu la Madre de Jesús de Nazaret?
- Sí, lo soy –responde al fin María, con una voz tan dulce como la de un ángel.
- Yo me llamo Mario y me ha tocado en suerte la túnica de tu Hijo. Aquí está, es tuya.
María sonríe. El corazón de los hombres se acerca a Jesús por medio de su Madre, ahora y siempre. Coge la túnica, la abraza, la besa una y mil veces...
- Gracias soldado Mario. Pediré a Dios por ti.
Y Cayo se siente orgulloso, como romano, mientras mira a Jesús que, en su desnudez, le parece más Rey que nunca.
JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ
Ha llegado la hora. Los soldados tumban a Jesús sobre la Cruz, y los verdugos clavan en ella sus manos y sus pies. Esas manos que han curado y bendecido a tantas personas, esos pies cansados que han llevado al Hijo de Dios de lugar en lugar haciendo el bien. En el punto más alto de la Cruz clavan un cartel, en donde está escrito INRI, que significa “Jesús de Nazaret, Rey de los judíos”.
Cayo y Benjamín lo observan todo, temblorosos. Tiemblan de rabia y de miedo. Son niños, como nosotros. Sólo la compañía de María les hace aguantar, no huir. Ven como le levantan en la Cruz, junto a dos ladrones. El dolor es inaguantable. Desde esa altura –que es la altura de su Amor infinito- Jesús contempla toda la historia del hombre, nos contempla a cada uno. Sabe que le vamos a fallar, a traicionar, a olvidar, pero aun así quiere dar su Vida por la nuestra. Los brazos de la Cruz quieren ser un abrazo a cada una y a cada uno.
Allí están Benjamín y Cayo, nuestros amigos, al pie de la Cruz, con María y Juan. Valientes. A pesar de todo los niños siempre queremos estar cerca de Él.
- PADRE, PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN, le escuchamos.
Benjamín, con inocencia, pero con gran cariño, habla con Jesús:
- ¿Te duele mucho? Yo te quiero.
- ¡Y yo!, apunta Cayo que, de puntillas, se agarra a la Cruz para poder verle mejor.
Jesús inclina la cabeza, les mira, sonríe. Estos niños son para Él un gran consuelo, ahora que son tan pocos los que le quieren. Benjamín y Cayo podrían estar jugando o haciendo otras cosas, pero han querido seguirle, estar aquí, al lado de Jesús.
JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Jesús hace el bien hasta el último momento. A pesar del dolor, de las ya escasas fuerzas. Uno de los ladrones, que se llama Dimas, le defiende y le pide que se acuerde de él cuando llegue a su Reino.
- EN VERDAD TE DIGO QUE HOY MISMO ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO, le responde Jesús.
¡Qué bueno es Jesús! Pero a su alrededor todavía son muchos los que le insultan y se ríen de Él. Porque decía que era Dios y que hacía milagros, y sin embargo ahora no puede hacer nada por Él mismo. Benjamín y Cayo oyen sus carcajadas, sus bromas de mal gusto. Pero ellos ya no hacen caso. Jesús, de nuevo, inclina la cabeza. Mira a María, y después a Juan.
- MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO, le dice a María.
- AHÍ TIENES A TU MADRE, le dice a Juan.
María es ya nuestra Madre, y nosotros sus hijos. El regalo que Jesús nos hace es incalculable, el mejor de los tesoros: la ternura de su propia Madre.
De pronto el cielo se pone muy oscuro, como boca de lobo. Los dos niños se abrazan al vestido de María, temerosos. Y oyen a Jesús que clama:
- DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO?
Es el colmo de la soledad. Hasta su Padre Dios le abandona. ¿Cómo imaginarnos este desamparo? Está solo, solo, sin nadie, colgado allí, en medio de las tinieblas. Y lo hace por nosotros, porque nos quiere.
- TODO ESTÁ CONSUMADO. PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.
Ha muerto. Jesús ha muerto. La tierra tiembla y se abren los sepulcros. “Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron”. El oficial romano y los demás soldados tienen miedo. Mario dice:
- “Verdaderamente, éste era hijo de Dios”.
Llora María, llora Juan, lloran Cayo y Benjamín, lloramos nosotros. ¿Qué hacer? Abrazarnos a María. Nada ha sido inútil, nada de lo que se hace por amor es inútil. Porque Jesús, sobre todo, nos enseña a querer. Y el pecado y la muerte ya no pueden nada contra nosotros, niños, hijos de Dios.
JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ
Jesús ya no padece más. De todas y cada una de sus heridas brota todavía sangre. Nos han quitado al Maestro, al Señor, al Amigo. Pero era necesario que Él muriera para que todo cambiara, para que el hombre despertara al fin. Ahí tenemos a Jesús, hecho Sacramento, alimento. Oh Dios, que esta vida, sin Ti, ya no la quiero.
Benjamín y Cayo ayudan a colocar la escalera que el discípulo de Jesús José de Arimatea trae con él, pues ha pedido el Cuerpo a Pilato para enterrarlo. Bajan al Señor con sumo cuidado. Lo recoge María en sus brazos. Todos forman un corro alrededor de la Madre y del Hijo. Cayo sostiene el brazo izquierdo de Jesús, Benjamín el derecho. Los dos observan las llagas de sus manos. La escena es muy emocionante. ¡Cómo abraza y besa María –nuestra Madre- el Cuerpo destrozado de su Hijo! No nos cansamos de mirar tampoco nosotros esta piedad, este cariño...
- Recordad su promesa –dice Juan-, el Señor volverá a estar con nosotros. Él es el verdadero Mesías, el que nos salva del pecado y de la muerte. No tengáis miedo.
- En una ocasión dijo –recordó una de las mujeres- que “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”.
- Y María Magdalena reza en voz alta con unas palabras del profeta Isaías: “Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias”.
Cuesta arrancarle el Cuerpo de Jesús a María. Juan la abraza, la consuela, la mima... También los demás. José de Arimatea lo envuelve en una sábana limpia y lo deja en un pequeño carro. El sepulcro no está lejos. Todos le acompañamos. Cayo se queda junto a María. Benjamín sin embargo sube al carro, junto al Cuerpo de Jesús.
El sufrimiento de Jesús ha sido locura de amor. Él nos enseña, con su ejemplo, a no quejarnos tanto, a ofrecer a Dios lo que nos cuesta, lo que no nos gusta. El mérito está en el amor que ponemos al hacer las cosas. Todo tiene sentido para aquel que ama la voluntad de Dios.
La Cruz de Jesús queda ahí, sola, en la cumbre del monte Calvario. Antes de marcharse, sin que nadie se dé cuenta, Cayo la besa.
JESÚS ES SEPULTADO
Benjamín se baja del carro y ayuda a trasladar el Cuerpo de Jesús al sepulcro excavado en la roca. Es niño, pero ayuda. María, mientras tanto, les acompaña, apoyada en Juan y Cayo. Entramos dentro. Hay una gran paz. José de Arimatea deja el Cuerpo de Jesús con sumo cuidado. Huele muy bien. “María Magdalena y María la de José miraban dónde se le ponía”. Antes de salir Juan quiere decirnos algo:
- Dejamos aquí su Cuerpo sin vida, es verdad, pero Él nos dijo que al tercer día resucitaría. Confiad en el Señor, en Jesús, no dudéis de su palabra. Veremos cosas muy grandes. “Para Dios todo es posible”, nos dijo un día camino de Judea. Así que tened fe. Esto no es el fin.
- ¿Y ahora qué hacemos, adonde vamos?, pregunta Cayo.
- Vosotros a casa, que vuestros padres ya deben de estar preocupados. Venga, vamos.
Salimos todos. José y Juan empujan la pesada piedra que cierra el sepulcro. Ahí dentro queda el Cuerpo de Cristo, como en un sagrario. A todos nos cuesta irnos de aquí. Benjamín y Cayo se resisten. Se les acerca José de Arimatea, a quien ya conocen de vista, pues es un hombre muy importante, miembro del consejo de sacerdotes, del Sanedrín:
- Os acompaño a casa.
- Bueno, contestan los dos.
Y mientras descienden hasta Jerusalén José les dice:
- Me ha dicho el discípulo Juan que habéis sido muy valientes, ¿es cierto?
Cayo y Benjamín no responden nada. Sólo piensan en Jesús. No dejan de ver su rostro, esos ojos... De pronto echan a correr.
- ¡Esperadme!, les grita José.
Pero es en vano. Corren veloces, entran en la ciudad, y sólo ya muy cerca de la casa de Cayo se detienen. Apenas pueden respirar.
- Benjamín, quedamos mañana aquí. Iremos al sepulcro.
- De acuerdo.
- Mira, dice Cayo.
Y le muestra, en la palma de su mano, uno de los clavos con los que sujetaron a Jesús a la Cruz. Los dos se abrazan. Saben que Jesús es su mejor amigo. Y no le dejarán.
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